¿Para qué educar en el siglo XXI?





Por Benjamín Infante 
Profesor de Educación Media, Licenciado en Historia


En la columna de la semana pasada planteamos la necesidad de que en nuestro país se inicie de una vez por todas la construcción de un proyecto educativo nacional que termine con el laissez faire (dejar hacer) del mercado educativo que segrega a nuestros jóvenes por condiciones socio económicas, culturales o de rendimiento. Para ello, la primera cuestión que deberíamos abordar como sociedad democrática y deliberante es ¿para qué educar en el siglo XXI?

Tras el ocaso que supuso la dictadura para la educación de nuestro país, donde se reemplazó el Emilio integral de Rousseau por una disciplina de cuartel, cuya mejor luz hacía referencia a un burdo conductismo, hoy al fin, estamos hablando nuevamente de modelos de desarrollo para nuestro país.

El Proyecto Educativo neoliberal en nuestro país ha significado la ausencia de un proyecto educativo, tal como aquellas cosas que son pero que no podemos describir, así mismo como el tiempo, se desarrolla el proyecto educativo neoliberal. En su ausencia realiza el laissez faire educativo, donde el derecho a la educación de los jóvenes y el deber a educar del Estado, pasa a manos de los empresarios movidos por la mano invisible del mercado y la búsqueda de ganancia.

Frente a la oportunidad que tenemos como sociedad de comenzar a crear nuestro propio proyecto educativo nacional, todas y todos debemos conversar sobre ¿para qué educar? En los tiempos que antecedieron al Estado subsidiario en educación, estaba la idea de que debíamos educar para formar a los cuadros técnicos capaces de empujar a nuestra industria nacional hacia el desarrollo, y con ella a nuestra nación. Hoy, en el siglo XXI, ¿para qué hemos de educar?

Para comenzar a dilucidar, debemos apuntar que el siglo XXI se presenta como un presente y futuro de incertidumbre, donde posiblemente la única certeza que tenemos es el cambio permanente. Ante este escenario, la educación de nuestros jóvenes reviste una complejidad tremenda. Situados en este cruce histórico de verdadero ‘cambio de época’, nuestros jóvenes se presentan ante desafíos de gran relevancia de cuya resolución depende su futuro y el del planeta Tierra como lo conocemos. 

¿Para qué debemos preparar a nuestros estudiantes? ¿Qué desafíos deberá enfrentar el mundo en el 2050? Lo abrumador de estas preguntas nos aclara que más allá de cualquier contenido en específico, nuestro aporte como ‘representantes de la sociedad adulta’ (Hannah Arendt) a nuestros jóvenes es enseñarles a aprender a adquirir las habilidades necesarias para enfrentar lo que sea que nos depare el futuro. En definitiva, nuestro rol es habilitarlos para que puedan ser auto-constructores de su presente y futuro, y puedan evadir la tentación de dejarse arrastrar por las corrientes que les invitarán –por flojera a la resistencia- a hipotecar su consciencia. 

En ese sentido, el horizonte para subvertir nuestro anquilosado, desprestigiado y anti pedagógico modelo de escolarización debe ser el de crear en todos los niveles una escuela democrática. Este horizonte es clave en la enseñanza práctica del funcionamiento de las instituciones que componen el Estado de Chile y en el ejercicio responsable de la ciudadanía. Ambas competencias que el Currículum Nacional de Educación supone para el Plan de Formación Ciudadana. En otro campo, la escuela democrática permite el fomento y cultivo de valores asociados a la vida en comunidad, la idea es hacer de la misma experiencia escolar una formación cívica, que nos eduque en competencias para enfrentar la interacción virtuosa entre seres humanos y nuestros como especie.

Realmente nos urge una escuela que nos enseñe a convivir en sociedad más allá del envoltorio específico que la vida social haya adquirido en un determinado momento. No podemos seguir consintiendo que normas extemporáneas se pongan por encima o siquiera a la par del derecho de recibir una educación. No es ético desde un punto de vista pedagógico demandar vestimentas o cierto uso del cabello en un establecimiento educativo. Menos, el exigir, como se instaló en dictadura con el ramo de Religión, formación en el catequismo de una religión en específico como el catolicismo o el evangelismo. Ojalá que prevalezca la asignatura de Religión ¡donde aprendamos por qué nuestra especie en todas sus sociedades ha desarrollado un campo espiritual religioso! Y no una asignatura cuyo docente lo valida el arzobispo católico o el pastor de una iglesia evangélica. Es increíble siquiera que, en nuestra educación nacional, tanto pública como privada, la laicidad del conocimiento siga siendo un tema en cuestión.

 Estamos convencidos que habilidades como el pensamiento crítico, el análisis de la realidad, la empatía, la tolerancia a la diversidad, la adaptabilidad junto a sus diversas herramientas de aplicación, son aprendizajes indispensables en el futuro de nuestros jóvenes. La única forma de educarnos realmente en los desafíos del siglo XXI es compatibilizando de una vez por todas y de manera indisoluble a la escuela con la educación. Y transformar todo lo que sea necesario para que nuestra escuela moderna se convierta en una gran aula para el aprendizaje. Ya decía Maturana que la educación no es más interacción, llegó el momento de hacernos cargo de la educación desde la biología del amor.

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