
Por Jorge Díaz Guzmán @JdiazguzmanCom
Cuando converso con los candidatos/as a la Convención Constituyente -lo he hecho con más de una veintena, de todos los signos políticos- me da la sensación que vivo en “un país de mierda”. Escucho y leo las propuestas y pareciera vivir en Burundi, con 820 dólares per cápita y el más pobre país del orbe, o en Corea del Norte, el menos democrático del planeta.
No obstante, esa sensación y la torpeza que manifiestan nuestras élites, Chile está catalogado como una de las 20 mejores democracias del mundo; lugar 20. La pregunta que surge entonces es ¿qué queremos los chilenos que no encontramos respuesta en la “oferta política” ni en las élites nacionales actuales?
Está claro que Chile está en crisis política, pero a mi entender no es porque la institucionalidad del país no funcione o no esté a la altura de los desafíos de una sociedad, que exige mayores niveles de bienestar, sino que es la élite política, intelectual y económica criolla la cual “no dio el ancho” para dar respuesta a esa pregunta.
Poco a poco el quehacer político, las estructuras de los partidos -de todos los partidos políticos- pasaron de ser ofertas de proyectos políticos, de ideas que se contrastaban entre sí, a estructuras de poder, donde cada cual generó un grupo de “controladores” internos, cuyo objetivo prioritario es y ha sido montar una máquina de acceso al poder, designando candidatos desde el concejal, alcaldes, parlamentarios o el gobierno nacional y con ello, los miles de cargos designados, para luego profitar de cada estructura de poder.
Esa carrera perversa por el poder, abandonó las ideas colectivas, los proyectos políticos y con ello, el sueño de las grandes mayorías.
Entonces, el bienestar de cada chileno dejó de depender de quién gobernara y pasó a ser el destino individual, la capacidad de cada persona o familia el cómo financiar los grados de bienestar.
Fueron las élites -todas- las que fallaron y ahora andamos a la deriva…
La élite económica pasó de ser un factor de desarrollo y bienestar de la sociedad, a una máquina de acumular excedentes y optimizar utilidades, a costa de los ingresos de los trabajadores y sectores medios. Por su parte, la élite intelectual se dedicó a acumular conocimiento, distanciándose de la sociedad, su interés fue sacar doctorados, postdoctorados y a vender su conocimiento y no a compartir el saber. Resultado: la gente se movilizó, se indignó y exigió una salida usando la única arma más efectiva y utilizada a través de la historia, amenazar con arrasar a quienes tienen algo que perder, sacudir el establishment.

La élite se asustó, cayó en pánico y abrió la puerta a medias, lo suficiente para provocar un cambio en las ‘reglas de juego’. Así, nos autoconvocamos a escribir una nueva Constitución, sin la participación de las élites. ¿Cuál será el resultado? ¿Lograremos ponernos de acuerdo en un texto que satisfaga quién gobernará en el futuro el país? Y lo más importante, ¿bajo qué premisas o nuevas reglas del juego? ¿surgirá una idea colectiva, un liderazgo que conduzca, cuando la tendencia es el asambleísmo?
Preguntas y más preguntas, mientras tanto, cada cual corre a salvarse…
En este panorama complejo surge la esperanza para quienes nada tienen que perder, o mejor dicho, que sienten como si no tuvieran nada. Y lo cierto es que la nación chilena tiene un país, un territorio con historia, con una cultura e íconos que le dan una identidad, es el momento de recurrir a ella.
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