Por Miguel Pérez B. @miguelperezbade
Trabajador Social y Licenciado en Ciencia Política
Analizando los temas de contingencia nacional de las últimas semanas, probablemente el caso con mayor impacto en la opinión pública estuvo relacionado con la decisión tomada por la Corte Suprema de nuestro país, revocando dictámenes de la Corte de Apelaciones aprobando la petición de libertad condicional de prisioneros acusados por violaciones a los Derechos Humanos. Diversas organizaciones defensoras de los Derechos Humanos manifestaron abiertamente su rechazo a la forma y fondo de las decisiones asumidas por este órgano autónomo del Estado, abriendo una vez más profundas heridas en nuestro país. Además, observamos airadas manifestaciones de apoyo a esta decisión, avalando que fue una decisión totalmente ajustada a derecho.
Precisamente en esta columna quisiéramos preguntarnos, ¿Cuán profunda sigue siendo la brecha que divide a nuestros ciudadanos y ciudadanas?, aquella que no nos permite avanzar en la construcción de un país más unido donde los hechos de violaciones a los Derechos Humanos sean recuerdos de una memoria histórica, para que nunca más en Chile y en el mundo, vuelvan a suceder sucesos de estas características.
«Es muy difícil pensar qué podemos dar vuelta la página cuando nuestras instituciones y agentes políticos hacen resurgir estas ideas que tuvieron como desenlace la matanza de hombres y mujeres por el simple hecho de pensar distinto..»
La cuestión de fondo no tiene que ver con la legalidad en la toma de las decisiones, sino que todo apunta fundamentalmente a la legitimidad de las instituciones que tienen el deber de velar por la justicia, la libertad y la igualdad entre todos los ciudadanos y ciudadanas. A mi parecer, la decisión de la Corte Suprema no contribuye en nada a la legitimidad de nuestras instituciones, generando mayor desconfianza en las decisiones de las Instituciones del Estado. No es casualidad que las instituciones con mayor desprestigio a nivel nacional estén directamente relacionadas con la aplicación de justicia (jueces) y creación de nuestras leyes (clase política).
Cuando discutimos sobre la legitimidad, nos referimos a aquellas acciones qué emanan principalmente de una comunidad consciente y responsable que funda su actuar en el hacer colectivo para un bien colectivo. Sin lugar a dudas, nuestras instituciones cada vez más se alejan de este sentido común, del sentido colectivo y más aún del bienestar de toda nuestra sociedad.
Coyunturalmente, estamos viviendo una crisis de legitimidad que no tan sólo afecta a las instituciones políticas del país, vemos también organizaciones religiosas ampliamente cuestionadas por actos graves de violación a los Derechos Humanos de niños y niñas y jóvenes en nuestra región. Cuál ha sido el pronunciamiento de las cortes de justicia y las fiscalías en estas materias.
A pesar de aquello, en la otra vereda podemos encontrar organizaciones de la sociedad civil que fortalecen procesos de legitimidad, las que han sido capaces de impedir que la impunidad se apodere de nuestras memorias. A nivel regional, contamos por ejemplo, con organizaciones sólidas como la Agrupación Derechos Humanos de Coyhaique, la cual incansablemente ha puesto en la palestra evidencias concretas del terrorismo de Estado vivido en Aysén.
Aun así con todos los esfuerzos posibles, parecen no ser suficientes para erradicar aquella noción que se instala en 1973, obligándonos a pensar que un grupo de héroes salvó a nuestra patria y que además debemos estar agradecido de aquello. Paradójicamente esta idea ha recobrado mayor entereza, expresada en los discursos del candidato presidencial José Antonio Kast, donde sorprende la desidia de sus jóvenes acompañantes que sarcásticamente ironizan con el asesinato y desaparición de compatriotas.
Es muy difícil pensar qué podemos dar vuelta la página cuando nuestras instituciones y agentes políticos hacen resurgir estas ideas que tuvieron como desenlace la matanza de hombres y mujeres por el simple hecho de pensar distinto. Bajo ningún precepto, bajo ninguna bandera podemos legitimar el uso de la fuerza del Estado, el uso de la violencia impidiendo el pleno desarrollo de las libertades personales y colectivas. Nuestra mayor responsabilidad es reivindicar a esas personas que lucharon por una sociedad mejor, que creyeron en una sociedad más justa y solidaria. Y es nuestro deber bloquear todo intento de impunidad, todo intento de revalidar los discursos de odio, los discursos centrados en la guerra y el fratricidio.
Finalmente, cabe respondernos la pregunta inicial, asumiendo que somos parte de una sociedad que no ha sabido enfrentar colectivamente la reconciliación. El “supremazo” reabre aquellas cicatrices que no han parado de sangrar, puesto que no hemos sido capaces de resolver con convicción y justicia las violaciones a los Derechos Humanos en nuestro país. No podemos seguir amparados en un Derecho frágil y timorato, establecido en la estrategia de los acuerdos para el bienestar de pocos y el malestar de muchos. En Aysén, es nuestra responsabilidad seguir construyendo espacios formativos para la defensa de los Derechos Humanos, para que en nuestras futuras generaciones germine la paz y con más fuerza impidamos que las voces del odio irrumpan en nuestras convicciones de justicia e igualdad.
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