Explicaciones para entender la agitación social que estamos viviendo hay muchas, opiniones más todavía. Y de todas las que he oído, sin lugar a dudas, las que caen en la descalificación como argumento son las que me parecen más sorprendentes. Basta con poner oído a quienes creen poder explicar las razones que mueven a algunos a movilizarse para entender a qué me refiero, o leer columnas de opinión para hacerse de algunos ejemplos. Interesante me resulta en esta ocasión comentar algunas:
Que los estudiantes movilizados son hijos de familias disfuncionales y que la separación o divorcio de los padres hace permisivo a quien ejerce la tutoría de los hijos.
Que la sobre-ideologización de quienes estarían detrás de estas movilizaciones sería la causa de tan radicales acciones.
Que este es un problema de falta de disciplina en los jóvenes y que la mano dura ha comenzado a evidenciar su escasez en la familia chilena.
Que quienes se movilizan son aquellos flojos y porros que no tienen derecho a reclamar por su condición de desventaja académica.
Que en la vida nada es gratis y que mientras más cueste, más se valora.
Lo cierto y más triste, es que mucho de los argumentos anteriores no sólo son defendidos acérrimamente, sino que también son enunciados por quienes tienen el poder de gobernar y educar.
Iniciar una profunda revisión de cada uno ellos llevaría mucho más tiempo y espacio que el que los lectores están dispuesto a invertir. Sin embargo, me parece importante invitar a reflexionar en las causas que pueden llevar a alguien a defender tan discriminatorias ideas.
En primer lugar, debo decir que no comparto las acciones violentas y mucho menos cuando éstas afectan a otros. No obstante, me preocupa la comodidad que hay detrás de dichos argumentos y la ceguera que impide ver las razones que mueven a los jóvenes a hacer un cambio.
Cuando se está en situación de privilegio o cuando se vive en cierta armonía, se hace “razonablemente” explicable que nos afecte que otros vengan a entorpecer nuestro orden. Ese orden al que estamos acostumbrados se nos hace normal y lo normal se nos hace regular, es decir, constituye una especie de ley que al verse alterada defendemos. Las defensas se basan en nuestros miedos y prejuicios y las acciones que se asumen también. Cada vez que vemos afectados nuestros intereses o las motivaciones que nos mueven en la vida, o se afectan nuestras necesidades, expectativas y emociones, nos defendemos. Si un intendente, un alcalde o un profesor se ve imposibilitado de seguir su orden, se defiende y acusa disfuncionalidad en el origen de sus opuestos. Si para otro, el cambio en el modelo o sistema que vive y le favorece, se ve amenazado a ser modificado, alude a la ideología y la demoniza agregándole el “sobre”. Si quien tiene poder sobre otros para que hagan lo que le parece correcto, ve que de pronto se actúa de manera diferente, acusa desobediencia y desorden, y llama a la disciplina. Si se ve que aquel a quien vemos diferente o reconocemos como otro manifiesta su parecer o exige justicia, es descalificado en su diferencia y se le anula por no seguir la norma. Si algo se nos da gratis, sospechamos, porque estamos acostumbrados a pagar por todo y si hemos podido hacerlo, entonces sospechamos de quienes quieren acceder gratis a aquello que hemos acostumbramos a pagar.
Cada vez se nos hace más necesario reconocer que nuestra sociedad ha cambiado, que las familias ya no se constituyen como antes y eso no las hace disfuncionales; que la ideología está presente en todos lados y atacarla constituye una manera de imponer otra; que la violencia no se justifica ni siquiera ante lo que se considere desorden y que la imposición de actos por la fuerza es otra forma de violencia disfrazada de disciplina; que quienes deben reclamar cambios son justamente aquellos que se han visto desfavorecidos por las desigualdades del sistema; que estamos acostumbrados a cuantificarlo todo y que todo pareciera ser medible o tener un precio, por lo que percibimos la gratuidad como sospechosa de algo.
Pensar que el descontento no es válido por asociarse a ideologías contrarias a las propias no es justo o suponer que los estudiantes son manipulados, es subestimar el sentido común. Imponer por medio de la fuerza el accionar de otros es en todas partes violencia. Descalificar a quienes están en desventaja constituye una forma poco solidaria de hacerse cargo de las necesidades ajenas.
Como se ve, es posible justificarlo todo, desde las acciones que nos molestan hasta las justificaciones de las mismas. A mi parecer, la comodidad y el miedo a salir de nuestras normas nos impide preguntarnos si es posible hacerlo de otra manera y preferimos decir que “siempre se ha hecho igual” o “eso ya lo intentamos y no resultó”. Atreverse a creer en otra forma de vivir la sociedad es tan posible como hacer de ella un espacio más justo y solidario. Flojera hay en muchas partes, violencia también, ni qué decir de actos mediocres o de manipulaciones interesadas, pero creer que lo anterior es una constante para negar la necesidad de mejorar es un grave error. ¿Quién podría negar la impotencia de perder el control remoto o el miedo a renunciar para iniciar otros caminos? El que esté libre de miedos, que lance la primera piedra.
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