Motin en travesía por los fiordos de la Patagonia

Nicolás Sirinay G.

   Admirado en la intimidad de la isla Wager, observo el verde eléctrico de los montes el que engalana este hogar de antiguos canoeros  quienes habitaron la zona desde hace 6 mil años. Son las últimas millas del extremo sur de la Región de Aysén sobre el canal Messier, nombre referido al astrónomo Charles Messier, quien durante el siglo XVIII, tras noches de contemplación, descubrió 21 cometas, nebulosas y galaxias.

   Los contrastes del viaje también han adquirido dimensiones cósmicas. Por un lado presenciamos la magnificencia de los últimos respiros de la Cordillera de los Andes, desmenuzada en los confines australes del planeta. Por otra parte, late la tensión creada entre el Práctico, quien fue contratado por el Capitán debido a sus conocimientos de navegación para maniobrar la embarcación; y el Capitán, quien a partir de sus contradictorias órdenes, maniobras y el consumo matinal de  “cartonieres” u otros alcoholes, ha extraviado su juicio.

Historias de lejanía

   La situación a bordo repercutió en los otros 5 tripulantes de la embarcación. Sin embargo, es un nuevo día apto para las velas: vientos de 25 nudos provenientes desde el norte le dan velocidad al “Caminante”, y ya estamos a algunas millas de la Angostura Inglesa. Este emblemático punto de la navegación, ubicado en la región de Magallanes, ha sido hogar de muchos accidentes, preocupando a los marinos especialmente a naves mayores debido a la estrechez del paso y la fuerte corriente del lugar.

   Estoy al timón. Fríos vientos descienden de la cordillera, cuando busco las enfilaciones de la Armada que señalan la ruta correcta. Mientras, al costado, en un pequeño islote, se ve de cerca la imagen de la Virgen Stella Maris (Estrella del Mar), que fue instalada en 1949 como protectora de los navegantes, quienes como agradecimiento le lanzan monedas desde las embarcaciones.

   Continuamos hacia el sur por el canal Messier y al mirar a estribor, varado en medio de las aguas, contemplamos la inmensidad del “Capitán Leonidas” un barco antiguo construido en Panamá cuya estructura ha sido dominada por el óxido y la soledad. El lugar se llama Bajo Cotopaxi, debido a que en 1889 el barco inglés Cotopaxi se hundió, tras chocar con una roca escondida a escasos 4,9 metros de profundidad.

   Cuenta la historia de este “accidente”, que hace 42 años el “Capitán Leonidas” envistió intencionalmente la misma roca que ya se encontraba señalizada. Esta fue una artimaña de su capitán, quien en Uruguay había vendido la totalidad del cargamento de azúcar producto de una buena oferta. Si embargo, la mercancía  debía ser trasladada a otras latitudes, por lo que optó por el naufragio voluntario, a través del cual realizaría la cobranza del seguro asociado a la embarcación. 

   Pero este capitán no contempló que la motonave quedaría incrustada en los antiguos fierros de la naufragada Cotopaxi y por lo tanto varada en las aguas hasta nuestros días. Esto le impidió esconder lo ocurrido en Uruguay, además de la imposibilidad de percibir el dinero seguro. Cuenta la historia, que una vez llegada la autoridad marítima al lugar y luego de preguntar por la carga de azúcar de la embarcación, el capitán contestó que esta se había disuelto en el agua.  

El Hippie  

   Uno de los integrantes de este viaje al que he ido conociendo de cerca es el Hippie. Si bien su sobrenombre no hace referencia a su cotidiano- es dueño operador de una cadena de locales de comida rápida-, en conversaciones nocturnas, este hombre de más de 50 años, rostro cadavérico y apetito inextinguible, me habla de sus ansias constante de aventuras, deseo que se ha manifestado en él desde su juventud, cuando se embarcó para trabajar en buques de turismo y carga recorriendo parte del mundo, además de realizar 25 años de montañismo de primer nivel.

   El Hippie ha sentido con especial fuerza la inconsistencia del Capitán, quien pese a lo conversado con la tripulación continúa bebiendo a escondidas, afectando la navegación misma con órdenes erradas en ocasiones y que en muchos casos desobedecemos. Mientras, al interior de la nave el descontento hacia el Capitán se respira en el aire.

   Después de una semana alejados de centros poblados, llegamos hasta Puerto Edén o Jetarktétqal, en Kawesqar. Muchos de mis compañeros deciden realizar llamadas telefónicas mediante tarjetas a sus familiares, yo prefiero dedicarme a recorrer algunos rincones del pueblo. 

   Junto al Hippie, buscamos un lugar para tomar una ducha, luego de días de viento y sal. Así encontramos al sargento Soto, de carabineros, hombre de 44 años, oriundo de Nacimiento, Región de Bíobío, quien nos facilita sus instalaciones. El sargento nos cuenta que vive en el lugar con la motivación de pagar una deuda de $18 millones, producto de una estafa. Su casa tiene diferentes usos, es empleada como baño público, oficia de Registro Civil y de Registro Electoral.

   Dejamos Puerto Edén por espacios imponentes que van limpiando la carga interior lleva el catamarán. El llamado Paso del Indio y el canal Escape nos exhiben la altitud de sus cerros en cuyos cortes vertiginosos y rectos, se hunden a 100 metros de profundidad. Enormes piedras talladas comienzan a predominar sobre la vegetación, mientras los árboles buscan, luchan por su vida y en una acrobacia se enrizan a la tierra.

   Jardines de líquenes son fugaces primaveras en esta zona de diluvios, donde estrechos callejones de piedra dibujada por erosiones, como el Paso del Abismo, terminan en aperturas de mar en calmo, como el Canal Wide. Aquí, en la latitud 50º sur, el negro de las aguas se equilibra en blancos témpanos que paulatinamente libera el campo de hielo meridional.

   Este tránsito calma los ánimos al interior de la tripulación, estado interrumpido al continuar por los canales Concepción y Pitt. El cielo, de momento, se oscureció y siento sobre mi espalda la potencia desconocida de un viento que empuja las velas. Creo que el mástil podría ceder, sin embargo, las rachas marcadas en las aguas propulsan el catamarán y una intensa lluvia comienza a llenar las aguas.

   Se hace tarde, se avecina el temporal y el Práctico, quien dirige las maniobras decide que es momento de fondear. Ello consiste en anclar y amarrar la embarcación con cuerdas a los árboles de la Bahía Pico, un rincón ubicado entre las islas Chatham y Esperanza. 

   “El Caminante” ve exigidos los cabos y el ancla. Cenamos bajo el intenso ruido del viento sobre los obenques, el que se entrelazaba con un disco rayado de música clásica. Es hora de dormir. Antes de hacerlo, el Práctico sugiere revisar nuestra posición: 40 metros alejados de una orilla cubierta por filos de rocas.

   En el exterior todo se mueve violentamente. Los elementos en múltiples direcciones, aumentan su poder y la visibilidad es nula. Me acerco a la popa y alumbro la costa: ¡nos aproximamos velozmente a la orilla con riesgo de encallar!

   Doy el grito de alerta y rápidamente la tripulación sale a cubierta. El ancla no se incrusta en la rocosidad, nos movemos y alumbramos la costa para revisar el estado de las cuerdas. Mientras el Práctico con gran paciencia, se alistaba a prender los motores para alejarnos de las rocas, un crujido enorme se escuchó.

   La quebradura de un árbol, y la soltura del ancla deshicieron nuestro fondeo. Debíamos realizar la maniobra de anclaje nuevamente, mientras el ahora granizo era despedido con bríos arrolladores por repentinas ráfagas de vientos que descendían desde las montañas hacia el mar, los denominados Willwaws. Después de un arduo batallar y de una labor de alta pericia por parte del Práctico, quien supo mantener el catamarán lejos de la orilla solo a través de un compás magnético (especie de brújula de los navegantes), logramos bajar el ancla a cierta distancia de la costa.  

   El susto y las bajas temperaturas aún rondan con disfrute en mi cabeza, en mi sensación corporal. Algo de esto vine a experimentar al involucrarme en esta expedición. Esto lo escribí a bordo de la embarcación, cuando tuve un instante para hacerlo luego de rehacer nuestro anclaje. El temporal no ha bajado en intensidad y me ha tocado el primer turno, vigilando el comportamiento de la embarcación. Mientras escribo e intento tomar algo de calor, percibo que el Capitán tiene dificultades para modular, las que atribuyo al cansancio. Es de madrugada y él se encuentra frente al radar, instrumento que representa “nuestros ojos” ante la voluptuosidad de las condiciones climáticas. De pronto comienza a manipular el artefacto, instante en el que le recuerdo que el Práctico señaló que no lo hiciese.

   La pesadilla continúa manifestándose al escuchar el sonido del ancla arañando la roca. Uno de estos intervalos sonoros se prolongó más de la cuenta, la señal es clarísima: nos desplazamos 40 metros hacia la costa.

   Despierto rápidamente al Práctico, le relato lo sucedido y éste revisa de inmediato el radar. Al quedar inutilizado producto de la manipulación de Capitán comienza a dar gritos, los que encuentran respuesta en su interlocutor. La situación es crítica: mientras las personas con mayor experiencia en el mar están apunto de irse a las manos, la embarcación está a menos de 5 metros de la orilla. Voy un instante afuera  a constatar la distancia real, estamos a 3 metros de la orilla.

   Retorno un instante al interior del catamarán. El Práctico y Capitán continúan discutiendo cuando el Hippie, quien despertó producto de los gritos, intenta hacerlos entrar en razón. Pero no es suficiente. Según me contaría momentos más tarde el Hippie sintió un impulso: “Me enfurecí y me puse entre los 2 y los hice callar.  El Capitán me empezó a gritar, a lo que yo respondí: ¡¡¡cállate, cállate de una vez por todas; cállate, te has tomado media botella de pisco, a partir de ahora yo tomo el mando del barco!!!”.

   Todos quedaron en silencio. El Hippie se había percatado que el Capitán bebía pisco a escondidas, exacerbando otra vez su nerviosismo y afectado su toma de decisiones. Todos apoyamos la auto designación del Hippie como nuevo capitán, quien le dio todo el poder sobre las maniobras al único que podía sacar el barco de la situación: El  Práctico. Además me solicitó ayuda, para ingresar al camarote del ex Capitán y sacar todas las bebidas alcohólicas dejándolas fuera de su alcance.

   La lucha contra la tormenta duró toda a noche. De ahí, el Práctico, en vez de pelear contra la naturaleza, decidió aceptarla trabajando con una serenidad enorme. Permaneció toda la vigilia con los motores prendidos, haciendo turnos, entre la lluvia y el viento que no pararon de golpear hasta las 6 de la mañana  Mientras, el antes Capitán del “Caminante”, fuera de sí, ante cada sonido del ancla gritaba: ¡varamos! ¡varamos!

   Nuestro nuevo rumbo y definitivo rumbo era Puerto Natales, en vez de Puerto Williams como estaba pronosticado. Los motivos fueron diversos: las temperaturas continuaban descendiendo hasta por lo menos  -20º de sensación térmica, situación que se acrecentaba hacia el sur. No contábamos con calefacción y nuestro gas se había agotado, toda la navegación debía realizarse desde afuera, debido a un desperfecto en el sistema de navegación interior de la nave y por último no contábamos con provisiones suficientes.

   Los ánimos de la tripulación eran los de llegar a tierra y luego de esa apacible mañana, sólo buenos recuerdos quedan hasta arribar a Natales. En 15 días habíamos recorrido 1.570 km y conocido rincones de nuestras personalidades que el mar nos presentó. Compartimos una cena en la localidad y cada uno de nosotros emprendió su retorno a casa. Sin embrago, “El Caminante” quedó descansando en aguas natalinas, a la espera de que su Capitán y propietario, vaya a recogerlo en busca de una nueva aventura.      

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